viernes, 3 de agosto de 2007

LAS SIETE VERDADES



LAS SIETE VERDADES






Pudo ser entre las cuencas del Tigris y del Eúfratres o del Congo y del Zambeze o del Caroní y del Orinoco o de los mismísimos Arlós y Alvares, importa poco en realidad dónde fue erigido porque Cronos, el implacable, habrá reducido a estas alturas a unos simples muñones enterrados las siete columnas que cimentaban con su colosal y aparentemente eterna consistencia el sagrado Templo de las Siete Verdades. Importa poco el lugar elegido porque dondequiera que éste abriera sus puertas lo hacía al Mundo, al Universo, desde el conocimiento que el Hombre tuvo una vez sobre sí mismo y sobre todo aquello que aprendía a nombrar.


Siete. Siete son en verdad las Maravillas del Mundo y siete las Artes que los hombres heredaron de sus dioses; pero siete son los Pecados Capitales como siete las guardas de la cerradura con cuya llave custodia Belcebú las Puertas del Infierno. Y siete son también las máscaras que utiliza el hombre para ocultar su alma de la mirada de quienes con él comparten el mismo espacio y tiempo. Siete habrían de ser, por tanto, las verdades que sostienen las vidas de los hombres y siete las columnas del templo donde un día moraron.


A sus puertas, sobre éstas y a modo de noble escudo heráldico, se leía una inscripción en bello mármol rosa de Carrara: “Mientras nos creíais culpables, anduvimos entre vosotros. Ahora que sabéis de nuestra inocencia, ya no os necesitamos. Y nos alejamos.” Escrito todo ello en un arcaico sánscrito, como en arcaico sánscrito se hallaban grabadas las siete verdades, cada una sobre cada una de las siete columnas de regio mármol blanco que cimentaban el templo, un mármol que algunos afirmaron traído del Olimpo de la mano de Atlas cuando ciertamente el Mundo no giraba sin rumbo ni destino sino reposaba serena y sabiamente sobre sus fuertes hombros.


Y sobre viejos papiros consumidos por el tiempo y por las ratas pudo leerse una vez, escrito por los antiguos sacerdotes del templo, que no fue Logos quien esculpió en la piedra la esencia de la vida del hombre, sino Ranuria, descendiente directa del Sol, y no a cincel sino con un rayo de luz robado al Astro Rey cuando lo abandonó para vivir entre nosotros. Y revelaban también en su legado que no fueron los dioses sino los hombres quienes inspiraron su mensaje, los hombres, que en un lejano tiempo fueron sabios, y poderosos como Atlas, capaces de soportar sobre su espalda el peso de su mundo, tan poderosos que de sus frutos nacían héroes, y hasta a sus propios dioses engendraron, para lugo fundirse todos ellos en único crisol.


De eso hace mucho tiempo, tanto, que no se conserva ni el recuerdo de cómo era aquel templo, y mucho menos de cómo éramos nosotros. Sin embargo, el mismo viento de entonces continúa recorriendo hoy el lugar donde fue levantado, entre las cuencas de no se sabe bien qué ríos, el Templo de las Siete Verdades. Si afinamos el oído, nos sopla todavía en nuestros tímpanos que la Diosa de la Luz escribió sobre el mármol, en cada una de las siete columnas, una única letra que en conjunto formaban una sola palabra: “SIETE” (? ? ? ? ? ? ? en el idioma original).