viernes, 24 de agosto de 2007

COLOSOS EN LA ARENA



COLOSOS EN LA ARENA




El Cielo era un suspiro: desdibujado, vago, ni siquiera el contraste de una nube indecisa ensuciaba el azul de su inusitada claridad. El Sol arreciaba sobre la arboleda, luchando por alcanzar la hierba. El Mar era un atisbo de lejanos sonidos monocordes. Mi corazón, una sombra de su latir mediando en la distancia. Quise llegar a él, dejarme atravesar por su melodía existencial, sentirme vivo.


Abandoné el pinar y atravesé las dunas sorteando escollos de vegetal hiriente y sobrevolando las arenosas lomas. Sobre una de ellas, con la playa desierta ante mí, anhelando mi llegada, pude al fin contemplar la fuente de aquellos sonidos. Penetraron en mí y se fundieron con el silencio de mis gritos sagrados. Éramos uno sólo, mecidos al compás de ese latir que transforma materia en energía y que más tarde reclama sus muertos para iniciar el ciclo.


Me aproximé a la orilla y me dejé caer sobre la arena, arrodillado. La majestuosa presencia de mi entorno me hizo sentir pequeño, imperceptible casi... ¿Cuál era mi papel en aquel escenario de colosos que limitaban la proyección de mis sentidos impidiéndome ver más allá de sí mismos? ¿cómo pude pretender que mi llegada cobrara para ellos algún significado, ¡oh, vanidad, vanidad!, cómo pude pensar que me esperasen? Qué insignificante mi presencia entre aquellas rocas susurrando recuerdos de rostros olvidados; aquellas dunas hablándome de luchas milenarias bajo el embate de las olas sobre la eternidad de su leve morir; aquel espacio Madre, acuoso, ante el cual los sentidos apenas son rocío de la noche implorando que se demore la mañana.


Tracé un círculo alrededor, dejando un pasillo abierto en dirección al Mar. Era un mensaje de amor, un deseo sublime de conectar con Él. Me entregué al arrullo de sus rompientes olas y a las caricias del Sol y la brisa salobre sobre la desnudez de mi cuerpo, sobre mi rostro, sobre mis párpados cerrados...


Cuando abrí los ojos la vi allí, a unos pasos de mí, deslizándose sobre las aguas orilladas, hermosa, portadora del esplendor salvaje que emite un cuerpo robusto y apretado, perfilado por sinuosas formas. Se adivinaba en ella esa lascivia visceral que estremece la libido para acabar cediéndole al deseo cualquier parcela que antes habitara la razón.


Si se acercase a mí, si me tocara, quizás no quedase mucho más que esperar, pensé. Tal vez no importe morir tras ese instante en que sueño y deseo se amalgaman y transforman en palpitante realidad. Y esperé con la fe de quien espera algo que ha de ocurrir inevitablemente, sin forzar su desenlace.


Al llegar a mi altura se paró. Ya no existía el Mar. El Sol era una sombra, una duda, una nada. El trotar de las olas eran golpes de sangre corriendo por sus venas. La espuma eran los flujos de sus carnes abiertas. La brisa era su aliento. El calor era el fuego de su piel. Y la luz, su luz, era un sendero abierto a mi destino; era vida, ilusión, referencia, asidero... Me sentía brotar pensando en poseerla: recorrer su piel, succionar sus rincones, penetrar sus puertas y renacer en ella.


Se agachó e introdujo sus manos en el agua. Refrescó sus muslos, su pecho, su rostro... me miró levemente y prosiguió su camino.


Poco a poco se fue diluyendo en el paisaje. Mientras sus caderas se iban estrechando hasta llegar a ser sólo una línea en el pétreo horizonte, el Sol comenzó a brillar de nuevo, esta vez con más fuerza, y el Mar, enfurecido, a gritar su canción sobre la blanda arena.


Un pene erecto luchaba por liberarse del opresivo traje de baño. Permití que el Sol lo acariciara. El Mar comenzó a susurrarme eróticas canciones y la espuma a navegar delirante sus olas, lamiendo el fresco lomo para penetrar luego el receptáculo arenoso de la Tierra.


Mi glande parecía a punto de estallar. Lo rocé con la mano y respondió al estímulo. Comencé a masturbarme, primero lentamente, al ritmo de las olas, sintiendo su lamer, lamer de arenas; después con avidez, volando con la brisa, abriendo de par en par los poros de mi piel para sentirla, para permitir que su frescura se internase hasta lo más profundo de mi ser y me ayudara a liberar resortes y recorrer secretos laberintos de goce dispersos por el Cosmos...


La Semilla en el agua, remontando las olas en busca de su origen, era aún vida, energía cobrada a la materia, esencia creativa nacida de la bestia. La pasión de mi entrega mantendría ya abierta para siempre la puerta: una puerta de acceso a ese jardín divino, quizás desconocido para aquel que se siente extraño y vulnerable, mortal entre inmortales de colosal presencia.