martes, 14 de agosto de 2007

LAS DROGAS Y LOS PUEBLOS



LAS DROGAS Y LOS PUEBLOS



Desde tiempos remotos, las drogas han sido un exponente más de la cultura y tradiciones de los pueblos. Cada uno ha elegido las suyas. Darles la espalda resulta inútil y transgredirlas suele ser peligroso.


Los indios de la cordillera andina mascan hojas de coca desde hace cientos de años, tantos como llevan abiertos los fumaderos de opio de algunos países asiáticos, tantos como hace que se destila alcohol en los países europeos. Y todo ello sin perjuicio para el desarrollo de sus sociedades respectivas y sin inducir a sus individuos a perderse masivamente en el laberinto del sueño sin retorno, a dejarse seducir por el deseo de que la percepción de otra realidad sea indefinidamente prorrogada, ineludiblemente necesaria.


Un pueblo que ama y respeta sus propias drogas es un pueblo sabio que ama y respeta sus tradiciones, la cultura ancestral de su pueblo, de sus antepasados. De esta manera se puede convivir con las drogas y se puede disfrutar de ellas.


El mismo perjuicio que supuso para los indios americanos y para su cultura la introducción del alcohol en sus vidas, le está ocasionando a los ciudadanos occidentales la proliferación del consumo de derivados sintéticos superconcentrados, tanto del opio como de la coca, sobre todo a las últimas generaciones.


No se debe utilizar las drogas para desentenderse de la realidad social, para crear paraísos artificiales a la carta, de egoísta diseño personalizado, para realizar un viaje que no se comparte con nadie, sino te lleva directamente al borde de la nada, al seductor abismo de nada, a la antesala de una muerte aplazada.


Más allá del bien y del mal, conceptos ambos relativos y diferentes para los distintos grupos sociales y que varían de una generación a otra; más allá del superfluo discurso mediático que aboga por una lucidez competitiva y depredadora a la sombra de una realidad única y estricta; más allá de nuestro miedo a volar y a sentir; más allá del derecho de cada individuo a vivir y a matarse como le apetezca; más allá de todo ello urge crear un lugar de encuentro y de consenso dentro del discurso social sobre las drogas.


La droga como rito de paso hacia la madurez, ese primer culín de sidra (o de cava en algunas fechas); la droga como bálsamo circunstancial y transitorio (son peores los psicofármacos); la droga compartida en la fiesta del pueblo o en el sábado noche para pasar unas horas de alegre diversión en compañía o disfrutar de una buena velada musical... no perjudican ni a la sociedad ni a sus individuos (también hay quien no puede comer marisco o beber zumo de naranja).


Existe una cultura de las drogas que deberíamos respetar para que no se conviertan en nuestras enemigas. Y existe también la necesidad de que esta hipócrita sociedad abandone tanto puritanismo trasnochado y comience a aplicar una realista política de drogas.


Y a la par, que comience además a ofrecer a la juventud paraísos naturales (trabajo, vivienda, espacios culturales y de ocio) para que la realidad que viven sea lo suficientemente atractiva como para desear volver de su viaje.